En los últimos años, se ha hablado mucho de salud mental, especialmente en lo que respecta a la juventud. Y, como suele suceder, a menudo se ha hecho de forma superficial, dando por supuestas muchas cosas y sin cuestionar en ningún momento qué entendemos realmente por “salud”. Permitidme ponerlo en duda: estar angustiado y triste por vivir en una situación socioeconómica sin salida no es necesariamente un problema de salud mental. Quizá, en todo caso, quienes padecen una distorsión de la realidad son aquellos que, viviendo exactamente la misma situación, siguen adelante sin quejarse, esperando que el esfuerzo los haga ricos o que alguna providencia divina los saque de allí. Desde mi punto de vista, eso sí es preocupante. Y permitidme ser polémico: se ha tenido que disciplinar mucho a una sociedad para que prefiera trabajar cuarenta horas semanales durante cuarenta años antes que morir. Pero bueno, eso es un apunte personal.
Volviendo al tema, conviene ir con cuidado antes de dar por ciertas las cosas tal como se nos presentan. Se dice que faltan miles de profesionales en la sanidad pública para atender la creciente demanda de asistencia en salud mental. Pero, ¿realmente tantas personas necesitan ayuda psicológica o psiquiátrica? Y si es así, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Se podría haber evitado? La crisis de salud mental no empezó con la pandemia. Hace años que el suicidio es la primera causa de muerte entre los jóvenes, y que los adolescentes se autolesionan.
Hace más de dos mil quinientos años, en la antigua Grecia, nació la filosofía como una manera de buscar la mejor forma de vivir y ser feliz, preguntándose cuáles son los valores y comportamientos que conducen a una buena vida. En la entrada del templo de Apolo en Delfos se podía leer “Conócete a ti mismo”, que es precisamente lo que muchas personas acaban haciendo tras años de terapia. Y muchas veces descubren que, si se hubieran entendido antes, muchos de sus problemas no habrían llegado nunca a convertirse en problemas de salud mental.
Comprenderse a uno mismo es el primer paso para entender el mundo. Es la base para construir una nueva forma de estar en él, desmontando creencias que nos hacen daño: el miedo al fracaso, la necesidad de ser un hombre viril y exitoso como los de los anuncios, la obsesión por la riqueza, la angustia de no encajar en los cánones estéticos, o no entender que hay muchas formas legítimas de vivir las relaciones personales.
La filosofía tiene una dimensión transformadora casi olvidada, pero real. Muchos hombres, por ejemplo, al adoptar las teorías feministas, nos hemos liberado de complejos y conductas que nos causaban mucho sufrimiento y podían derivar en depresión o ansiedad. El proceso no es fácil ni indoloro —la verdad a menudo incomoda—, pero es necesario. Ahora bien, la filosofía no es un medio para alcanzar un fin como el bienestar personal, eso pertenece más al mundo del coaching y de la autoayuda banal. La filosofía, si es auténtica, solo puede ser un fin en sí misma. Pero eso no impide que, en su camino, genere beneficios terapéuticos a medio y largo plazo.
En este sentido, la filosofía puede llegar más lejos que la psicología clínica, que a menudo trata los problemas desde una perspectiva individual, buscando la adaptación del paciente a su entorno. Rara vez la terapia desarrolla una mirada crítica sobre la sociedad, y podríamos incluso decir —en un sentido foucaultiano— que disciplina al paciente, especialmente cuando los conflictos que expresa son de naturaleza filosófica.
Lo que nos ocurre no depende únicamente de nuestra biografía o infancia. No vivimos aislados, sino dentro de un contexto histórico, social y cultural que nos atraviesa. Por eso creo que disponer de herramientas para pensar y clarificar nuestra vida debería ser un derecho. Todas las personas deberíamos adquirir esas herramientas a lo largo de la educación obligatoria.
Películas, series, canciones, amistades y familias nos transmiten mensajes muy distintos sobre qué es importante: tener muchas parejas, ser rico, ser famoso… Y nosotros, a menudo sin pensamiento crítico ni una guía sólida, acabamos construyendo una filosofía personal hecha de valores contradictorios con nuestra realidad, que nos generan malestar, inseguridades y problemas de salud mental.
Si, en lugar de reducir la filosofía a asignaturas marginales o suprimirla, la incorporáramos desde pequeños y durante toda la educación obligatoria, muchos problemas se podrían prevenir. Tendríamos más herramientas para construir una vida con sentido y para cuestionar aquello que lo impide —como el actual sistema socioeconómico.
Para terminar, quisiera hacer una analogía, como suele hacer Platón: si quisiéramos reducir los problemas cardiovasculares de la población, podríamos formar más cardiólogos. Pero quizá sería más inteligente garantizar el acceso universal a la actividad física y a profesionales del ejercicio, para prevenir antes de tener que llegar al quirófano. De igual forma, la filosofía no debe sustituir a la psicología clínica, pero sí complementarla. Juntas pueden ofrecer una respuesta mucho más profunda y transformadora al sufrimiento humano.
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