Como una letanía, la lista de las promesas que gran parte de los representantes políticos —que solo debieran ser eso, representantes y no omnímodos mentirosos— hicieron en el fragor del combate contra el COVID, fueron muchas e importantes.
Como en una letanía, la lista de ellas, no solo incumplidas sino empeoradas para la calidad de vida del ciudadano, es de la misma magnitud.
A nadie se le cae la cara de vergüenza, sean rostros populares de cemento gris, sean caras socialistas de cemento rosa, comprobar, tres años más tarde, las carencias de una sanidad pública que se desmorona a trozos y que caerá, tarde o temprano, por causa de la desidia, mentiras o contubernios de los dos partidos mayoritarios con sus amigos del alma, todos privados, todos buitres, todos con inmensas ganas de rapiñar parte del pastel de los hospitales, de las residencias, pierda quien pierda.
En 2020, el gasto medio por habitante en sanidad española fue de 2.371 euros mientras que en la U.E. se estimaba en 2.884 euros. La proporción aquí, entre gasto e inversión de Sanidad Pública y privada era de 70/30; en Reino Unido 80/20 o Alemania 84/16. Y estos dos números —y su significado— han ido a peor si por peor entendemos que la sanidad universal, la que por esos años todo el mundo aplaudía como salvadora de la pandemia, está sufriendo recortes escandalosos, sobre todo en la Sanidad Primaria, la que soporta toda la base de nuestra, antaño, prestigiada Sanidad. Y la proporción del pastel Pública/Privada ha subido para mayor gloria de los beneficios empresariales de la privada y de los fondos buitres que la soportan.
En España, también en Aragón, la oclusión de médicos y enfermeras en el sector primario es obscena. No por falta de profesionales —y buenos que son— en nuestras facultades: de ningún modo. Su desaparición es debida al empeoramiento de salarios, de una deficiencia normativa, de la falta de una necesaria y escalonada exclusividad en la Sanidad Pública, del aumento sustancial en estipendios directamente proporcional con tal exclusividad. Todo ello fomentaría su permanencia en la sanidad española y frenaría la emigración a Alemania, al Reino Unido, a países nórdicos, Irlanda o Austria de una gran parte de estos excelentes profesionales, una de las consecuencias es el vacío de los hospitales y consultorios de familia.
No faltan profesionales, lo que falta es un decidido apoyo a la Sanidad Pública en claro detrimento de la Privada por parte de la mayoría de nuestros políticos, más pendientes de sus “buenas relaciones” con quienes detentan el poder financiero, con quienes silencian derechos o deberes y solo saben hablar con números y rentabilidades, se muera quien se muera, que de una sociedad auténtica del bienestar.
Este análisis sobre una Sanidad Pública que se desintegra, mientras el cinismo de aquellos que pueden y deben mejorarla campa por muchos de los pagos con la palabra Salud, se puede aplicar, casi exactamente, al negocio de las residencias. Un negocio que llevó a que la mitad de los muertos por el COVID fuera en estos establecimientos y a que la mayoría de estos muertos lo hicieran en residencias privadas, con menos medios y profesionales que las públicas, para idéntica gloria de beneficios empresariales en los fondos buitres que la soportan.
Pronto se llegará al horizonte de doce millones de mayores de 65 años. De aquí a poco serán necesarias un millón de plazas para cubrir las 250.000 en listas de espera más las necesarias por el paso del tiempo. En 2.020, el 73% de las plazas eran privadas. Hoy, es mayor esa proporción respecto a las públicas. La tarta residencial es jugosa: oscila alrededor de 4.000 millones de euros al año. Hoy, la apuesta de los buitres que acechan tan monumental dividendo es mayor todavía. Hoy, la connivencia de muchos de nuestros políticos con aquellos fondos es, incluso, mayor. Hoy, la falta de plazas residenciales públicas adecuadas a los ingresos de quienes las solicitan sigue siendo indecente.
0 comentarios