Hace tiempo que vengo teniendo en estima decreciente mi valoración sobre la condición humana. Es decir, sobre el conjunto de características que nos identifican como especie en el conjunto de seres vivos de este planeta.
No pretendo dar ninguna lección sobre antropología ni me considero un misántropo. Sería absurdo renegar de mi propia condición, pero reconozco que, para conocerme mejor a mi mismo, debo partir de la base de que soy un ser humano y, por lo tanto, comparto con el resto de especie un rango de características que poco o nada puedo modificar. Así pues, conociendo a mis iguales, me conozco mejor a mí mismo.
Así lo he hecho y el resultado es desalentador.
Es evidente de que, en algún momento de nuestra evolución, nuestra especie se convirtió en el ser vivo más peligroso del planeta. Poco a poco, al principio con titubeos y retrocesos, fuimos ampliando nuestra capacidad de depredar nuestro entorno. El descubrimiento del fuego, nos permitió poseer una tecnología que ninguna otra criatura puede dominar. A partir de ahí, ya nada pudo detenernos. Este uso del fuego y nuestra capacidad para alimentarnos de cualquier ser vivo de la tierra, permitió nuestra expansión y dominio planetario. Y así llegamos a nuestros días en los que ya, multiplicados por miles de millones, hemos conseguido alterar profundamente la realidad física no solo de los seres vivos, sino también de cualquier recurso material de nuestro entorno. Nunca nos han importado las consecuencias ni para la Naturaleza ni para nuestra especie.
Ante esto hay quien dice que, para compensar esta maldad intrínseca en nuestra especie, incluimos en nuestra evolución un mecanismo corrector que llamamos civilización. Buen intento, pero en realidad lo que ocurre es que la civilización es un instrumento imprescindible para incrementar esa capacidad depredadora que siempre hemos tenido y de la que siempre nos hemos sentido orgullosos.
También hay quien dice que el ser humano no es esencialmente malvado, sino que otras cosas como la sociedad, el sistema económico, la religión, etc. son los que nos lleva a esta maldad colectiva. No somos malos, nos dicen. Nos hacen malos. Ja. Además de que todo eso que nos pervierte no dejan de ser instrumentos sociales creados por nosotros mismos, está el hecho, demostrado histórica y genéticamente, de que el mecanismo de la selección natural de nuestra especie nos ha llevado a que los más aptos, los malos, hemos acabado con los menos aptos, gente de mayor bondad que nosotros. Siguen apareciendo algunos, pero nos ocupamos eficazmente en deshacernos de ellos. ¿Verdad chicas?
¿Y la DANA? Busco en este episodio algún resquicio para la esperanza. Un pretexto para desmontar las afirmaciones que he hecho más arriba. Solidaridad, responsabilidad, unidad, honradez, valor, sacrificio, empatía. etc. Y los hay, sin duda, pero son como lágrimas en la lluvia, se desvanecen ante una riada colectiva de rencor, culpabilización, irresponsabilidad, egoísmo, codicia, oportunismo, cobardía, negacionismo. Ojalá fuéramos como Sodoma y Gomorra y unos pocos justos pudieran salvarnos a todos, pero los textos sagrados ya sabemos que son mentiras que creamos para creernos mejores de lo que somos.
No hay mucha esperanza. Nadie está dispuesto a perder en este episodio. Sería ir contra las leyes de nuestra naturaleza. Estamos donde estamos, para bien o para mal, precisamente porque somos como somos. Siempre me viene a la mente la fábula del escorpión y la rana. El escorpión mató a la rana porque eso estaba en su naturaleza, aunque le costara también la vida a él. No sería justo decir que los humanos somos como los escorpiones, pobres bichos, somos mucho peores, no sólo mataremos a nuestras ranas y nos suicidaremos al hacerlo. Destruiremos todo lo que nos rodea a menos que algo, tal vez una larga serie de DANAs nos detenga.
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