Inteligencia para concebir, coraje para querer, poder para forzar

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Revista laica para la reflexión y la agitación política republicana

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Colonos a destiempo

10/01/2024

Santiago de Alegría es participante en el movimiento de solidaridad con Palestina.

Vivimos estas semanas, meses ya, con la angustia agobiante ante las imágenes que nos llegan de una violencia sin mesura que multiplica las víctimas humanas, en su mayoría inocentes, niños y también mujeres que difícilmente imaginamos empuñando un arma, aunque sea en legítima defensa. Vemos hogares destruidos, barrios enteros, y, peor aún, hospitales bombardeados, con sus enfermos y heridos, con el personal que lucha por cuidarlos y salvar sus vidas.

Poco importa si calificamos o no este despliegue del Mal como un genocidio, no nos importa siquiera el porqué, queremos que se acabe o, cuando menos, se detenga, que puedan enterrar según sus costumbres a sus muertos, sanar a sus heridos y sus enfermos, que les llegue el agua, los alimentos y la energía que necesitan para sobrevivir. Es lo primero y lo que nos saca a la calle en todo el mundo para reclamar a quien sea que se le ponga fin, siquiera por el momento.

Nos decimos que al menos por el momento, porque sospechamos que detrás hay un conflicto, un litigio secular de difícil solución. Así que conviene examinar las cosas con cierta distancia y frialdad, incluso con unas sanas dosis de ironía.

La primera imagen que tenemos formada de esta historia interminable se parece a la de dos familias vecinas en el campo, en alguno de los pueblos, por ejemplo, de nuestra España vacía. Conocemos historias como esas, directamente o al menos en la ficción de películas y novelas. Familias peleadas por la delimitación de sus terrenos o el uso de algún pozo o acequia, con un pasado de episodios de violencia que nutren el odio que se aprende desde pequeños y empuja a reproducirlos una y otra vez. ¿De eso, de algo parecido, se trata?

Es esta sin duda la imagen que nos suministra la diplomacia de las grandes potencias y los grandes medios de comunicación, desde una elevada posición de superioridad moral, con grandes ambiciones de imponer la Paz. Alguna solución tendrá que haber, ambas partes tendrán que entrar en razón, acordar unas fronteras aquí o allá, más o menos al Este o al Oeste, encontrar alguna especie de desagravio o compensación a los males causados y, sobre todo eso, seguridad para la familia Israel que no ha podido vivir tranquila con el ánimo rencoroso y guerrero de la familia Palestina.

Pero ha sido, han pasado setenta y cinco años, con las grandes potencias buscando un arreglo razonable. Así fue desde el principio, habilitando una pequeña franja de territorio para Israel, donde, ahí sí, la población de confesión judía superaba en número a la de los indígenas árabes de otras confesiones, musulmana o cristiana. Un arreglo que no pareció convenir a ninguna de las partes que no han dejado de enzarzarse en una guerra tras otra. Todo pareció encauzarse en los llamados Acuerdos de Oslo en los años 90. Con la gran novedad de que los grandes patriarcas palestinos reconocieron como legítimos vecinos a los israelís, lo que se suponía debía aportar esa ansiada seguridad a los israelís. Tampoco funcionó.

Hay otra imagen del conflicto que se va abriendo paso por la fuerza de las cosas. Al menos la gente de mi generación vivimos nuestros primeros años acompañados por las películas y las primeras series de indios y vaqueros. Creo que esa imagen del conflicto se aproxima más a la realidad del que reina en territorio “del río hasta el mar” palestinos. Desde entonces, el punto de vista de las ficciones cinematográficas fue cambiando, cada vez más críticos con la epopeya de los colonos blancos en su marcha incesante hacia el Oeste. Volveremos sobre el punto de vista más o menos crítico, pero creo que podemos ver el parecido. Lo subraya el papel creciente del goteo incesante de nuevas colonias israelís en Cisjordania, día a día nuevas tierras ganadas a los indígenas por la fuerza de las armas. También la reclusión de los indígenas en la franja de Gaza, como las reservas indias que veíamos en el cine.           

A principios del siglo XX el movimiento sionista buscaba un territorio adecuado para construir un nuevo Estado judío, barajando como opciones principales la República Argentina, con inmensas tierras vírgenes y con una importante comunidad judía, y Palestina, con cuya administración se había hecho el Imperio Británico tras la derrota del Otomano, con la preciosa ayuda (así lo vimos en el cine con Lawrence de Arabia) del pueblo árabe. La comunidad sionista inglesa delegó a uno de sus miembros para explorar esta segunda opción, que tenía sin duda el atractivo de ser la tierra de sus antepasados. El delegado regresó desanimado y así lo expresó en su informe, comprendía la violencia que sería necesaria para colonizar esas tierras con judíos venidos de todo el mundo. Fue desautorizado y una nueva misión confirmó que esa era la solución, contando con la promesa británica de darle apoyo.

Podríamos decir, con algo de cinismo, que Israel vio la luz a destiempo. Su diseño surgió en la época de esplendor de los imperios coloniales. Pese a la resistencia de los indígenas e incluso de las críticas de algunas minorías en las metrópolis, el avance de las colonias, que alimentaba la riqueza de los negocios capitalistas y el poder de los imperios, contaba con el prestigio de una obra de progreso, civilizatoria, lo mismo que la conquista del Oeste americano. No estaba en la cabeza de nadie que esos pueblos indígenas pudieran siquiera sentirse con el derecho y aspirar a gobernarse a sí mismos, a trazar su propio camino de progreso. El sionismo se basaba en ese modelo, pero cuando Israel nace, el mundo estaba a las puertas del hundimiento de los imperios coloniales por la fuerza de los pueblos que gracias a su lucha constituían nuevas naciones independientes. Ese es el drama de Palestina.

Puede parecer todavía radical verlo así, pero la dura realidad es que no hay lugar en nuestra época para un Estado colonial como Israel en el que una minoría de colonos aspira a construir un Estado exclusivo, confesional por más señas, haciéndose con más y más espacio y modificando el equilibrio demográfico. No, el conflicto lo ha hecho cada vez más difícil, pero no hay más solución, muy probablemente, que judíos y árabes convivan en una sola república democrática con igualdad de derechos.

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