El genocidio en Gaza, el abismo de la desigualdad entre la mayoría y unos pocos multimillonarios, las guerras, los destrozos medioambientales, el crecimiento de las extremas derechas, el recorte de derechos o los ataques contra las mujeres o contra quienes son diferentes acumulan la suficiente indignación como para preguntarse qué hacer para cambiar este lamentable mundo.
La indiferencia o el individualismo, promocionados por las élites y las redes sociales, no son una solución. La acción colectiva es la que puede ayudar a cambiar las cosas. No hay que tener miedo a las palabras. Hay que ir a la raíz de los problemas, se necesita un vuelco social y político, y para eso debe surgir una nueva generación de revolucionarias y revolucionarios.
A las mentes bien pensantes y ricas les asusta la palabra revolución. Sin embargo, está bien presente. Se habla de la revolución tecnológica, de la necesaria revolución ecológica o de revolución feminista cuando se menciona la lucha de las mujeres contra el patriarcado; hasta una empresa de electricidad hizo propaganda de la revolución de los tejados para referirse a la implantación de placas solares. ¿Por qué no hablar de revolución social para cambiar de arriba abajo esta sociedad?
No está de moda ser revolucionario, pero es la respuesta frente al fracaso de los intentos por alargar este capitalismo que hace aguas. Es una sociedad que no es capaz de darle vivienda y alimento en condiciones a la población; recorta derechos que ya costó conseguir y, sobre todo, es incapaz de ofrecer una perspectiva de mejor vida y trabajo para la mayoría. Sobre esa desesperación se apoyan los discursos reaccionarios, xenófobos y racistas de las extremas derechas. Mantener las cosas como están no es una perspectiva. O se cambian radicalmente a favor de los intereses de la mayoría de la población trabajadora y la juventud o la vuelta atrás en derechos y libertades es una amenaza real.
Una definición clara y sincera de una revolucionaria y un revolucionario la expresó el Che Guevara: “Sean capaces siempre de sentir, en lo más hondo, cualquier injusticia realizada contra cualquiera, en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda del revolucionario”.
Vivimos tiempos difíciles y se necesita unidad y rehacer desde abajo las condiciones para enfrentarse a la ola reaccionaria. Pero, cuando parece imposible, cuando todo son obstáculos, tener una convicción, una idea general de una nueva sociedad y de los pasos que deberían darse es lo que permite seguir luchando, no apartarse del camino hasta acabar con el capitalismo. Las revolucionarias actúan sobre la historia para cambiarla, para organizar la voluntad de los pueblos y para que el poder, cuando se ejerce con conciencia, sea una herramienta para la liberación y no para la dominación.
Los procesos revolucionarios no caen del cielo ni por simple deseo; necesitan de bases materiales, crisis económicas y políticas, conflictos entre las clases dominantes o movimientos de masas que pongan en cuestión el orden establecido. Y también la preparación previa de los revolucionarios, en conciencia y en organización. La indignación ante las injusticias es el punto de partida, ser revolucionario no es simplemente rebelarse, sino tener la valentía para imaginar otro mundo, otra vida, y ser consciente de que eso exige abnegación; también alegría y determinación para luchar.
Estudiar las leyes fundamentales que rigen la sociedad capitalista es una condición para acabar con ella. Se trata de una doble tarea: teórica y práctica. Hay que estudiar y comprender la realidad material —sus contradicciones, sus dinámicas, sus actores— y actuar para transformarla. La mejor herramienta conocida es el marxismo, una comprensión materialista basada en el desarrollo de la lucha de clases. Un marxismo que no se limite a repetir citas ni a dar lecciones sobre el pasado, sino un instrumento vivo para comprender los cambios, las nuevas realidades y, sobre todo, para generar ideas para la acción de las clases trabajadoras. Un marxismo también abierto a otros proyectos emancipatorios.
Los revolucionarios no reniegan del pasado. Muy al contrario, se apoyan en lo más progresivo y en las mejores experiencias, tanto históricas como científicas y culturales, para comprender el presente y mirar hacia el futuro.
Las revolucionarias no se sitúan por encima de nadie ni viven al margen de la clase social o el pueblo al que quieren representar. Son humildes, se sienten parte de ellos, comparten sus experiencias, sus victorias y derrotas. Solo las anima la perspectiva de aprender juntos hasta la emancipación de las clases explotadas.
Al imaginarse la nueva sociedad, piensan en la libertad, que son los derechos democráticos y las condiciones materiales para ejercerla; la igualdad de derechos sin exclusiones; en la república como forma de gobierno; en la fraternidad de los pueblos; en acabar con la corrupción y el poder económico y político de unos pocos, y lo hacen en nombre de la administración democrática y colectiva de los asuntos públicos.
Los revolucionarios defienden sus ideas con ardor, pero escuchan y son capaces de comprender la posición de otros y se esfuerzan para que los debates y discrepancias parciales no socaven el trabajo ni la unidad del movimiento y la organización.
El conformismo no forma parte de su ideario. No aceptan el argumento de que “siempre ha sido así”. Al contrario, cuestionan las estructuras, las normas y los privilegios. Pero, sobre todo, proponen alternativas: no destruyen por destruir, son audaces porque quieren construir sobre las ruinas de lo viejo un orden más humano, más libre y más justo. “Sabemos -dijo el revolucionario anarquista Durruti- que no vamos a heredar nada más que ruinas, porque la burguesía tratará de arruinar el mundo en la última fase de su historia. Pero a nosotros no nos dan miedo las ruinas, porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”.
El fracaso de la experiencia del “socialismo” en Rusia y en los países del este de Europa es una pesada losa de la que hay que liberarse. Esa parte de la historia no es un espejo en el que mirarse; debemos fijarnos en los proyectos emancipatorios igualitarios, democráticos, participativos en los que los pueblos y las clases explotadas son los sujetos dirigentes.
Ser revolucionario exige coherencia y autocrítica. Hay que repensar los valores, las prácticas y las formas de liderazgo. No es suficiente con proclamarse enemigo de la opresión si se reproducen -en el ejercicio del poder o en las relaciones cotidianas- las mismas lógicas autoritarias que se combaten. No es de recibo reclamar la igualdad y no practicarla en la vida social, partidaria o en las relaciones personales. O decir que se defiende los derechos de los pueblos y negar la autodeterminación.
La impaciencia nunca es buena consejera. No es más revolucionario el que grita más alto o el que pretende ir más rápido, sino el que comprende mejor la situación y está más ligado al nivel de conciencia y organización de las clases populares. Elevar el nivel de conciencia y organización es la clave para preparar acciones más decisivas; por eso es tan importante el trabajo en los sindicatos o participar en los procesos electorales. Son imprescindibles para acumular fuerzas contra el capital y experiencia de lucha política en el marco de la democracia burguesa.
Las reformas son necesarias pero insuficientes. No hay que esperar a la revolución para exigir lo que es necesario hoy. Movimientos como el feminista, tan importante a nivel mundial, demuestran que una parte del futuro se puede conquistar ahora. Tampoco se puede esperar para exigir medidas y cambios urgentes frente a la crisis climática. Es posible avanzar en derechos, en organización y conciencia, siendo conscientes de que no será posible asegurarlos sin enfrentarse al capitalismo depredador de la naturaleza y a su expresión patriarcal.
El internacionalismo es una seña de identidad. Significa estar siempre con el pueblo oprimido y contra el opresor. La lucha tiene una expresión en cada nación, pero solos, país por país, somos débiles. Al capitalismo globalizado se le debe oponer una alianza internacional de las clases trabajadoras y los pueblos.
Queda mucho por hacer, no somos ilusos. Se necesita unidad, movilización, organización, conciencia y nuevas experiencias. Por eso lo importante es agruparse, debatir sobre las perspectivas para la emancipación y participar en todo movimiento por pequeño que sea. En ese marco podrán surgir las revolucionarias y revolucionarios que tan necesarios son. En uno de sus escritos relata el revolucionario ruso Lenin: “¡Hay que soñar! […] El desacuerdo entre los sueños y la realidad no produce daño alguno, siempre que la persona que sueña crea seriamente en su sueño, se fije atentamente en la vida, compare sus observaciones con sus castillos en el aire y, en general, trabaje escrupulosamente en la realización de sus fantasías. Cuando existe algún contacto entre los sueños y la vida, todo va bien”.
¡Tenemos todo el derecho a soñar en otro mundo mejor!
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