Cierta corriente del ecologismo, situada generalmente y geográficamente en Madrid, considera que ha llegado el momento de abandonar el marxismo en la lucha contra el cambio climático. Esta afirmación la hacen argumentando que el marxismo, en su lucha anticapitalista, ha contribuido más a frenar los avances de la transición ecológica que el propio capital. La posición de esta corriente ecologista y no marxista –si es que eso es posible–, es que dentro de la emergencia climática, cualquier avance, venga de donde venga, no solo es positivo sino necesario, aunque venga de Endesa o Repsol, aunque signifique poner placas solares y aerogeneradores donde nadie los quiere, y en tierras aptas para el trabajo agrícola. Consideran que toda oposición a lo que ellos llaman avances contra el cambio climático, por motivos políticos, es hacer necropolítica. Bien, yo no puedo estar menos de acuerdo con esta posición, así que intentaré explicar en pocas líneas por qué Marx y el marxismo son más necesarios que nunca en la lucha contra el cambio climático.
Cuando se habla de calentamiento global y de emisiones de CO₂ se debe evitar caer en una visión parcial del problema. El ecologismo siempre ha tenido una visión de conjunto y holística, y cuando hablamos de buscar soluciones lo que no podemos hacer es perder esa perspectiva; en caso contrario podemos entrar en debates que no llevan a ningún sitio y no nos permiten avanzar en ningún sentido. Hablar de Marx y marxismo es hablar también desde esa visión de conjunto, ya que es la única manera de poder hablar del capitalismo desde un punto de vista científico.
Toda economía es, en esencia, un metabolismo: un sistema de intercambio de materia y energía con su entorno. O, si se quiere expresar a la inversa, todo metabolismo organizado conlleva una economía implícita, una gestión de los recursos, de los flujos y de los residuos orientada a mantener la vida del sistema. Cuando este metabolismo entra en desequilibrio —es decir, cuando el consumo de recursos supera de manera sistemática la capacidad de regeneración o disponibilidad futura—, el colapso se vuelve inevitable. La única respuesta racional ante esta situación es reducir el consumo (decrecimiento) hasta restablecer un equilibrio viable, y eso solo es posible mediante una planificación consciente de los flujos materiales y energéticos del sistema. Sin planificación, la economía metabólica degenera en una depredación ciega. No podemos disociar el calentamiento global de la crisis de recursos: la temperatura del planeta, el agotamiento energético y la degradación de los materiales forman parte del mismo metabolismo desequilibrado. La crisis climática y la crisis de recursos se alimentan mutuamente, y solo pueden abordarse como una única crisis sistémica.
Esta visión metabólica de la economía no es nueva. Marx, a mediados del siglo XIX, ya advertía que la producción capitalista rompe el metabolismo entre el ser humano y la naturaleza. Como bien nos explica el filósofo Kohei Saito, el capital, en su búsqueda infinita de acumulación, no conoce límites biofísicos, y de hecho, si algún día los reconociera, ya no hablaríamos de capitalismo sino de una economía planificada o semiplanificada, de manera que esta “ceguera” metabólica del capital es parte necesaria de este modelo de producción. Y, sin embargo, esos límites existen. Vivimos en un planeta finito, con recursos limitados y ciclos naturales que no pueden ser forzados indefinidamente ni acelerados sin que ello conlleve consecuencias ecológicas irreversibles. Podemos electrificar todo occidente, pero si no ponemos en cuestión el antropocentrismo o el imperialismo necesarios para mantener el suministro de recursos y las cadenas de producción, lo estamos cambiando todo para no cambiar nada. Por eso, como ya exponía el informe Limits to Growth hace más de 50 años, la única vía racional es el decrecimiento planificado.
E insisto: el decrecimiento no es solo una cuestión moral o ideológica. Es una necesidad física. Las leyes de la termodinámica, especialmente la segunda, nos indican que cada transformación energética conlleva una pérdida de energía útil que nunca más podremos volver a utilizar (entropía). Esta pérdida se manifiesta en forma de dispersión, contaminación, degradación de materiales o calentamiento global. Todo sistema que ignore esta realidad física está condenado al agotamiento y la escasez.
En este sentido, los trabajos de Antonio y Alicia Valero muestran cómo la extracción de recursos minerales, las emisiones y el uso energético asociado conllevan costes cada vez más altos. La merma de la calidad de los yacimientos, el aumento de los costes de procesamiento y la dependencia de materiales críticos en la transición tecnológica ponen en cuestión la viabilidad del sueño digital y “verde” que promueven las instituciones europeas. Que además, sin apoyarse en la energía nuclear, son inviables.
Es absurdo –moral y científicamente– que, por ejemplo, en lugar de tener infraestructuras de transporte público sólidas y eficientes, a causa de la emergencia tengamos que conformarnos con una costosa –tanto en recursos como en emisiones– macrotransición de todos los vehículos privados con motor de combustión por otros de motor eléctrico o algún carril bici que podamos rascar de aquí y de allá. A la vez que tengamos que regresar la energía nuclear cuando pensábamos que ya la habíamos enterrado para siempre.
La emergencia climática nos debe motivar a actuar con urgencia, pero eso no significa que tengamos que tomar decisiones irracionales que igualmente nos comprometen el futuro. Luchar, por ejemplo, para que a pocos metros de nuestros pueblos no instalen plantas de biogás financiadas con fondos de la transición ecológica y energética, que empeoran la calidad de vida de los ciudadanos, a cambio de unos beneficios mínimos para los pueblos e inmensos para el capital, no puede ser tachado ni de negacionista ni de colapsista, y mucho menos de necropolítica. Seamos serios, la necropolítica la ejerce quien la practica, no quienes defienden una transición real y justa.
No puede ser que en lugar de señalar a los verdaderos responsables de la crisis climática, dediquemos los esfuerzos intelectuales a señalar posibles compañeros de lucha, hasta llegar a considerarlos los verdaderos enemigos.
Tampoco se puede caer en una racionalidad instrumental que sitúe la posibilidad de éxito de unas políticas ecológicas por encima de su valor moral. La demanda de “eficiencia”, “probabilidad de éxito” o “tiempo realista” reproduce la lógica del capitalismo (que también exige resultados medibles a corto plazo). Si caemos en la racionalidad instrumental, la barbarie puede no tener límites. Que se planteé el debate ecologista desde estos términos, es una prueba más de que la crisis también es moral.
Ante esto, hace falta una alternativa que no se limite a gestionar las consecuencias, sino que aborde las causas estructurales. Esa alternativa no puede ser un capitalismo “verde”, “inclusivo” o “digital”, porque todas esas variantes parten del mismo imperativo de crecimiento capitalista. Es necesario romper con la lógica del valor abstracto, basada en el tiempo de trabajo medible y la rentabilidad, y pasar a una racionalidad ecológica, que sitúe los límites biofísicos y la vida como criterio central de la producción.
El problema, por tanto, no es solo el tipo de tecnologías que utilizamos o su fuente de energía, sino el modelo de sociedad que las impulsa. La ideología del crecimiento eterno y la productividad como criterio rector de la actividad económica son incompatibles con los límites del planeta. Es necesario poner la vida en el centro, y eso exige repensar radicalmente nuestra forma de habitar el mundo.
No basta con cambiar la combustión por la electrificación, o hacer más “eficientes” los procesos. Hay que cambiar las relaciones de producción, la manera en que decidimos qué, cómo y para quién producimos. El problema no es la técnica sino el modo de producción, y hoy, ese modo es incompatible con una vida humana digna y con el mantenimiento de la biosfera.
Y cuando hablamos de que como sociedad debemos decrecer, también a veces hay que hablar de crecer en otros sentidos. Hay que decrecer en vehículos privados, pero crecer en transporte público. Hay que decrecer en aeropuertos, pero también en ratios de alumnos por clase. Hay que crecer en igualdad social y decrecer en turismo. Hay que decrecer en ricos y crecer en impuestos a las grandes fortunas. Y para lograr todo eso, hay que decrecer en la fe ciega en la política institucional y en el pacifismo como mantra irrenunciable de las protestas, y crecer en sabotajes y acción directa contra el capital.
En definitiva, el objetivo de la lucha contra el cambio climático comparte los puntos de llegada con la lucha de cualquier movimiento marxista: planificar colectivamente la producción y el consumo, establecer límites justos y democráticos, reducir las desigualdades y construir una nueva cultura material basada en la suficiencia.
Lo que seguro no podemos hacer en esta lucha contra el calentamiento global es señalar a quienes luchan por un mundo donde no solo se pueda vivir, sino que también valga la pena hacerlo.
*La foto de portada pertenece a un cómic que recomiendo mucho titulado Recursos un desafío para la humanidad, dónde se explican muchas de las cosas tratadas en este texto.




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