Alguien me dijo ayer que estábamos cambiando el mundo. No creo que sea cierto, pues afortunadamente ya aprendimos aquello de ¡eppur si mouve! Todo está en movimiento y así seguirá, con o sin nosotras. Sin embargo, nuestra existencia tiene un valor extraordinario, es el valor que se desprende de la responsabilidad de vivir.

Esta responsabilidad ante la vida es, para mí, el argumento más clarificador a la hora de comprender los episodios más dramáticos de nuestra historia; la revelación de la generosidad de las personas que nos rodean, la evidencia de que somos capaces de imaginar, organizarnos, actuar y responder a las necesidades y acontecimientos que suceden en nuestra vida, con independencia de lo inesperados, sorprendentes, catastróficos que estos puedan resultar. La generosidad y la cooperación, las relaciones, las redes y el amor, son el alimento que nutre, que mueve y que asegura que podremos hacerlo.
Hablar del amor puede resultar inesperado e inconveniente, algo propio de la esfera intima, algo que, mejor, no incorporar como variable en la esfera pública, en nuestras organizaciones.
Soy rebelde y desobediente. Así pues, quiero reivindicar el amor. El amor que nos muestra a esa parte de la humanidad que no está entregada a la competencia, la codicia y el extractivismo. La esfera intima no debe ser desconsiderada si queremos cambiar el mundo, ya que en ella suele concretarse la responsabilidad de vivir. Se trata pues, no de lo amoroso desde la visión romántica limitadora, sino desde la visión emancipadora, comunitaria y revolucionaria de aceptar que la propia vida está ligada a la de las otras (a la de todos los seres vivos) con quienes somos interdependientes y ecodependientes, saber que todo es posible si vamos juntas y que no es cierto, es mentira, que la competitividad, el odio, la violencia, la rivalidad, el individualismo, la ganancia, el lucro, la mercantilización y el precio son argumentos para vivir. En palabras de Alain Badiou, el amor está amenazado por la sociedad contemporánea y entonces, debe ser reivindicado para defenderlo.
En una visita a Roma descubrí una inscripción en la jamba de una puerta de un antiguo instituto astronómico en que se pueden leer las últimas palabras de la divina comedia de Dante “es el amor, que mueve el sol y todas las demás estrellas”. Así es y así debe ser, la fuerza del amor no domesticado, aquel que hace que las personas se junten, con su fuerza subversiva, que se articulen entre los afectos y la responsabilidad de vivir.
No hablo de un amor de dos, que también, sino del amor cívico, el de la entrega al buen vivir propio y al de los demás, hablo del poder dinámico y transformador del afecto colectivo, de aquel que llega de personas desconocidas, del amor de las y los ciudadanos hacia su barrio, hacia su pueblo, hacia su comunidad, del amor a la naturaleza y a todo aquello que sostiene y cuida la vida, el amor hacia todo aquello que es importante.
Todos estos y otros amores se realizan cuando se construye comunidad, cuando se coopera y se descubre la solidaridad como disfrute, es aquello que combustiona y crea, que convoca la belleza y el bienestar, el arte y la cultura, la paz, aquello que nos permite superar el miedo y aceptar las incertezas como parte del camino. Ahora que todo parece abocarnos al desastre, es, el amor y la responsabilidad por vivir, el arme y la esperanza, la canción y el camino que nos permite ser colectivamente, sin ingenuidad, actuando, accionando, incidiendo, como parte del mundo que deseamos y construimos. A lo largo de la historia de la humanidad, en todos los tiempos, en todas las horas, somos la sociedad civil organizada, que, decidida y amorosamente, asumimos la responsabilidad de vivir y convivr un mundo mejor.
Artículo publicado originalmente en la página web de la Fundació Horta Sud, en el marco de la campaña Mirades Associatives: mig segle d’aprenentatges compartits.
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