En el segundo manifiesto del Consejo General de la Internacional, titulado La Guerra Civil en Francia, en el que Karl Marx relata y analiza el significado de la Comuna de París de 1871, puede hallarse al mismo tiempo el análisis de la naturaleza del Estado y su relación con la revolución proletaria. También Lenin, en su texto El Estado y la Revolución, escrito poco antes de la toma del poder por el POSDR(B) en octubre de 1917, dedica este texto al análisis de la relación entre las fuerzas revolucionarias y la organización estatal, y recurre para ello al análisis de la Comuna parisina. No es causal que el partido socialdemócrata ruso bolchevique decida además adoptar la denominación de Partido Comunista de Rusia en su séptimo congreso del 6 de marzo de 1918, asumiendo con ello la herencia comunera de 1871.
En ambos análisis surge la conclusión, obviamente revolucionaria, de que se está ante una novísima situación histórica en la que el proletariado como sujeto revolucionario se apodera de la maquinaria estatal, pero no se limita a ello, sino que destruye la estructura de dominación política de la clase capitalista para transformarla y en su lugar erigir un vehículo de democracia plena que constituyera al mismo tiempo el medio de su propia autodisolución. Esa fase de la revolución en la que la maquinaria del Estado burgués era sustituida por una organización al servicio de los oprimidos y de la consumación de las transformaciones revolucionarias de la sociedad correspondería a la fase de la dictadura del proletariado. De ahí surge ese paso tan significativo de Marx que, sin descontextualizar su formulación, ha devenido la definición universal del medio revolucionario para derrocar el capitalismo e iniciar el camino hacia la sociedad comunista: “… la Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta para llevar a cabo, dentro de ella, la emancipación económica del trabajo”.[1] Pero esa fase no sólo correspondía a la construcción de una nueva forma de organización política, de una nueva sociedad política, que por primera vez fusionaba, y por lo tanto, democratizaba, las esferas de la economía (sociedad civil) y política (Estado), sino que inauguraba un cambio decisivo de hegemonía, lo cual significaba que las pautas de interpretación y significación de esa nueva etapa que se abría en la sociedad francesa no dependían de la cosmovisión burguesa, de sus valores y moral, sino desde la perspectiva del proletariado que con su acción acabaría con las clases y la explotación del hombre por el hombre, constituyendo por eso mismo una clase universal. Es una clase universal, porque con su resistencia a la opresión busca la emancipación de todo el género humano, y la perspectiva desde la que enfocan la lucha les permite visualizar y experimentar la totalidad social. Esa perspectiva es la que constituye el componente decisivo de su hegemonía que se comprueba en la propia praxis de los comuneros que concita tras de sí y suma a otros sectores sociales que sufrían las consecuencias de la acción política de la gran burguesía desde la Restauración hasta el Imperio, y entre ellas el campesinado y la pequeña burguesía urbana.[2] Porque la Comuna no se limitó a París, ya que surgió en otras ciudades y zonas de Francia (aunque fueron aplastadas antes que la capital) como Lyon, Toulouse, Narbona, etc. Reviviendo en parte el mapa comunal de la Gran Revolución. Lenin señalaba además que la Comuna al destruir la maquinaria estatal burguesa transformaba al “… Estado (fuerza especial de represión de una determinada clase) en algo que ya no es un Estado propiamente dicho”.[3]
Por ello la relación entre el estado y la Comuna no podía significar más que la identidad entre medios y fines. Si el fin era el cambio social revolucionario, el nacimiento de una nueva sociedad donde “… el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos”, como afirmaban Marx y Engels al final del segundo capítulo del Manifiesto Comunista, el medio no podía ser otro que el de un sistema de organización política en el cual desde el minuto inicial se objetivaran los comportamientos políticos colectivos que formarían los fundamentos de la nueva sociedad comunista, por lo tanto los de una democracia radical, entendida no como el poder político ejercido a través de representantes regularmente elegidos por el pueblo, sino como el poder ejercido directamente por el pueblo trabajador, o sea como movimiento que verifica la autodeterminación de la mayoría del pueblo.
Esa formulación exigía una modificación radical de la sociedad política -el Estado- en su práctica y en sus cometidos, y esa fue la construcción de la nueva forma estatal durante la Comuna: un cuerpo legislativo y ejecutivo al mismo tiempo, donde los electos eran verdaderos mandatarios (fideicomisarios) o sea los que recibían el mandato imperativo de sus electores y ante los cuales eran responsables, mandatarios que podían ser removidos en cualquier momento si no cumplían con el cometido encargado.
Además, se transformó el aparato burocrático que caracterizaba al estado burgués, donde los funcionarios también serían electos por la asamblea popular y removibles de la misma forma. Otro aspecto nada menor de la obra de la Comuna, especialmente para las condiciones de la época, fue no sólo la separación de la iglesia del estado, sino la de la reducción de la misma al ámbito estrictamente privado, donde su sostenimiento debía residir en las contribuciones de sus fieles y no de asignaciones estatales, así como la total laicidad de la educación. Por último, y este es un aspecto fundamental en la iniciativa revolucionaria comunera, se sustituyó el ejército profesional como cuerpo separado de la sociedad al servicio del poder del capital por el pueblo en armas. Ese Estado que se concibe en forma de República social, una adjetivación que señala el nuevo tipo de estado, en medios y fines, que surge con la Comuna, recoge también en su concepción las tradiciones revolucionarias de 1792-94, 1830 y 1848.
Pero ¿qué significa el término República social? Significa por una parte que el Estado deja de ser un instrumento de dominación de clase, aunque deba recurrir a la fuerza si la clase históricamente dominante ofrece resistencia, ya que el objetivo del proceso revolucionario sobre el que se sustenta es la abolición de las clases y con ello la opresión y explotación que impone el capitalismo; y por otra que para cumplir ese cometido debe intervenir en una esfera que el régimen de la burguesía reservaba estrictamente a los propietarios de los medios de producción, y que es la esfera de la economía. Esa es la dirección que debe adoptar un proceso revolucionario que pretenda la emancipación ya que una característica central del capitalismo es la constitución de una separación entre la esfera de lo económico y lo político inexistente en anteriores sociedades de clase. Es una separación que no significa de ningún modo que ambas se ignoren mutuamente, sino que se especializan decididamente en una división de funciones que mantiene el sistema. Lo político no puede modificar las condiciones de reproducción de la acumulación capitalista, -el sistema de propiedad y su orden social que divide a la sociedad en propietarios y no propietarios-, sino que debe apuntalarlas, apoyarlas y garantizarlas mediante los recursos jurídicos a su disposición y el monopolio institucional de la violencia, que en último término intenta prevenir su desbordamiento, tampoco puede intervenir en las áreas de la vida social que dependen de la economía en general y del mercado en particular. El Estado es en el capitalismo quien garantiza la concreción del impulso del capital a su auto-expansión sin limites, principio que se ha hecho absolutamente efectivo en la fase actual de globalización capitalista que se viene desarrollando en los últimos cuarenta años. El principio de “seguridad jurídica” que exigen inversores y multinacionales más allá́ de los límites del Estado-nación del que proceden es justamente la exigencia del cumplimiento por el Estado-nación anfitrión de su papel de garante de las condiciones de acumulación capitalista. Lo político cumple esa función porque no es la actividad habitual de cada ciudadano sino la actividad cotidiana y especializada de la burocracia estatal y de los políticos profesionales. De ello resulta la conversión de la acción política en una técnica. Esa división del trabajo entre las dos esferas, económica y política, o sociedad civil y sociedad política, es la que determina la doble condición que escinde a cada individuo. A partir de la conquista de ciertos derechos políticos, se convierte en ciudadano autónomo como miembro de la sociedad política y en la de asalariado heterónomo en la sociedad civil, sometido al dominio de quien controla los medios de producción. Aunque debe decirse que la capacidad de intervención del individuo en la esfera política se detiene cuando amenaza a la esfera privada, que exige su defensa incondicional a la esfera pública, por lo que debe aclararse que la suya es una autonomía relativa. Por ello, para alcanzar la autonomía plena es imprescindible la disolución de ambas esferas y su fusión en un solo ámbito público. Y de esa República social, la comuna era “… la célula orgánica de la República francesa”, como afirmaba Prosper-Olivier Lissagaray.[4]
Obviamente los comuneros no situaban su acción en una coyuntura similar a la descrita más arriba que explícitamente corresponde en muchos aspectos a la fase actual del capitalismo, entre otros aspectos porque el fenómeno imperialista, tal como lo describiría Lenin años más tarde, era incipiente en esos momentos.[5] Pero sí existía a nivel de Francia esa división del trabajo entre esfera política y económica propia del capitalismo, y a suprimir esa división se dirigía la Comuna con sus acciones en la promoción de actividades cooperativas o defensa decidida de las condiciones de trabajo de los asalariados parisinos. Y con ello se pretendía también superar esa escisión-contradicción entre el ciudadano que posee derechos políticos y el asalariado que no posee ninguno, superación que se lograba simultáneamente en el ámbito del trabajo y en el ámbito del nuevo estado constituido en Comuna donde el poder legislativo y el ejecutivo recuperaban su unidad, porque la asamblea popular era la instancia decisiva que decidía e impulsaba la intervención en todos los ámbitos de la sociedad: el ágora triunfaba sobre el palacio, dando pleno sentido a la afirmación de Marx citada al principio de este texto.
Dice Marx: “La Comuna no había de ser un organismo parlamentario, sino una corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo […] entendiéndose que todos los delegados serían revocables en todo momento y se hallarían obligados por el mandato imperativo (instrucciones) de sus electores”. Y agregaba que: “En el breve esbozo de organización nacional que la Comuna no tuvo tiempo de desarrollar, se dice claramente que la Comuna habría de ser la forma política que revistiese hasta la aldea más pequeña del país […] Las comunales rurales de cada distrito administrarían sus asuntos colectivos por medio de una asamblea de delegados en la capital del distrito correspondiente, y estas asambleas, a su vez enviarían diputados a la Asamblea nacional de delegados de París, entendiéndose que todos los delegados serían revocables en todo momento y se hallarían obligados por el mandato imperativo (instrucciones) de sus electores”.[6]
Si bien el principio de representación no quedaba abolido, si quedaba cualitativamente modificado, por el principio de revocabilidad y de obligación de obedecer las instrucciones recibidas que definía, como he comentado más arriba, el verdadero carácter de mandatarios (el que recibe un mandato) de los delegados y que aseguraba la supervisión permanente y el dominio de las bases populares sobre los electos, punto clave de la organización política que inauguraba la Comuna y un paso decisivo hacia una democracia directa.
Como dijo Karl Liebknecht en mayo de 1915: “El enemigo principal de cada pueblo está dentro de su propio país”, y la Comuna venció momentáneamente a sus enemigos internos, por eso fue necesaria una poderosa y brutal fuerza externa para acabar con tanto fuego revolucionario, el ejército reaccionario formado en Versalles y armado con la complicidad del ejército prusiano ocupante y el permiso de Bismarck. Como un genocidio de clase definió Luciano Canfora, con enorme acierto, la masacre perpetrada por los versalleses contra la Comuna y el pueblo de París, con 30.000 federados fusilados inmediatamente y miles de condenados a la deportación, cárcel o a la pena máxima en los meses siguientes.[7]
Sin embargo, ese fuego dejó rescoldos que cuidados celosamente por la memoria y la lucha de los oprimidos volvieron a reaparecer en los soviets de 1905 y 1917, en los consejos obreros de la revolución alemana de 1918-19 y el Biennio Rosso italiano de 1919-1920, en los comités de liberación formados en la lucha antifascista contra el ocupante nazi, en el movimiento zapatista que hizo su presentación pública en el estado mexicano de Chiapas en 1994, o incluso quien ve sus reflejos en los acontecimientos de mayo de 1968 en París. Todos ellos, modulados según el contexto nacional en que se manifestaban, pero compartiendo en común el presentar una solución alternativa al Estado capitalista.
La Comuna fue un momento mesiánico, como diría Walter Benjamin, donde el tiempo cronológico se rompe e irrumpe el tiempo histórico, donde se interrumpe el continuum de la historia, donde se extinguen las inercias y violencias del sistema burgués y lo que parecía natural y eterno aparece a la vista de todos como una bestia agotada y agónica, ya que en sus breves dos meses y medio (72 días) de duración la Comuna de 1871 permitió vislumbrar, al retirarse momentáneamente el dominio de la burguesía, los contornos y el movimiento de una sociedad que se encaminaba hacia la emancipación integral. Engels en una breve frase con la que culmina el prólogo de la edición de 1891 de La Guerra Civil en Francia, resume el sentido que, para su época, pero también para la nuestra habría de tener la Comuna de París: “Últimamente, las palabras «dictadura del proletariado» han vuelto a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡He ahí la dictadura del proletariado!”.[8] Y agrego, la unidad de medios y fines que exige un auténtico proceso revolucionario, como fue la Comuna de 1871, señala que la construcción de la República social donde impere la democracia plena sólo se puede lograr mediante medios radicalmente democráticos.
Publicado por primera vez en la revista Realitat en el año 2021.
[1] Karl Marx, La guerra civil en Francia (Madrid: Aguilera, 1976), 70.
[2] Marx, 72; Prosper-Olivier Lissagaray, Histoire de la Commune de 1871 (Paris: Editions La Découverte, 2000), 154.
[3] Vladimir Ilich Lenin, El Estado y la revolución. La doctrina marxista del Estado y las tareas del proletariado en la revolución (Moscú: Ed. Progreso, 1978), 40.
[4] Lissagaray, Histoire de la Commune de 1871, 151.
[5] Lo cual no nos impide reconocer que los comuneros integraban el rechazo del colonialismo como parte esencial de su pensamiento emancipatorio, y vinculaban la violencia ejercida por el Estado francés en sus colonias con la violencia de la sociedad clasista, ver Kristin Ross, L’imaginaire de la Commune (Paris: La Fabrique éditions, 2015), 65-67.
[6] Marx, La guerra civil en Francia, 66-67.
[7] Luciano Canfora, La democracia: historia de una ideología (Barcelona, España: Crítica, 2004), 141-42. Y también, Ross, L’imaginaire de la Commune, 73. Esta autora considera que «La República Universal imaginada y hasta cierto punto vivida durante la Comuna no sólo era muy diferente de la República que finalmente llegó a existir, sino que fue concebida en oposición a la República Francesa que apareció tímidamente en 1870, y aún más a la que se estableció sobre los cadáveres de los Comuneros. Porque fue la masacre de la Comuna -el extraordinario intento de eliminar, uno a uno y en bloque, al enemigo de clase- el verdadero fundamento de la Tercera República.»
[8] Marx, La guerra civil en Francia, 20.